Robert Frank, Un triste poema. Fuente, elpais.com. |
Baquero
se esconde detrás de un muro. Espía atentamente a la puerta de vidrio, pero
también me busca de reojo. Aún no encuentra la confianza y el valor suficiente
para entrar en el Auto Store. Yo procuro rehuir su mirada, no quiero
predisponerlo al fracaso, siempre he tenido una actitud incompetente frente a
las grandes empresas, un pesimismo muy simple y estúpido. Miro hacia delante, a
lo lejos, donde se junta el ramaje de dos árboles encorvados, como si ese lugar
fuese el destino más lejano al que puedo aspirar.
Abro
la guantera para buscar un cigarrillo. Detrás de una franela encuentro una
ampolleta de ditimil.
Ana
se fue después de la última crisis que Baquero tuvo con la morfina. Recuerdo
perfectamente la rabia en sus ojos cuando le dije que Juanma se estaba muriendo
en un hospital en las afueras de la
ciudad, y aunque fue tonto hacerlo, no pude resistir las ganas de besar sus secos labios con
dulzura después de darle la noticia. Luego quise decir algunas cosas al
respecto, pero ella ya no estaba, se había ido de casa y no había dejado
ninguna de sus pertenencias. Barrió con todo.
Finalmente
me decido a tomar un cigarrillo. Es Capri. Lo sostengo en los labios, pero no
lo enciendo, estoy seguro que me provocara nauseas.
Ana
llegó junto con Baquero, de ese tiempo solo recuerdo su acento extraño que
luego se fue desvaneciendo como si aquello nunca le hubiese importado. Como si
todo su pasado fuera prescindible.
Juanma
era algo torpe y violento, incluso con ella. Por eso Ana me despertaba
compasión, lástima tal vez, y no me importaba su presencia tímida en cada una
de nuestras reuniones, aunque con el tiempo ese sentimiento se transformó en algo más fuerte, algo que yo no podía controlar.
Cuando
la encontraron en el callejón, yo estaba fuera de la ciudad, nunca puede verla
de nuevo. Baquero me describió su rostro hinchado y enrojecido, el aroma de la
hemineurina por todo su cuerpo. Y esa imagen me acompañó por mucho. Aparecía en
casi todos mis sueños. Ana se despidió muy lentamente. Y me dejó una sensación
absoluta de desánimo y pesadumbre.
El
marroquí que atiende la gasolinera por fin se queda solo. Es diez menos cuarto.
Una ligera penumbra con neblina está cernida por el piso. Solo el viento se
agita, ni autos, ni animales, solo el viento flameando las banderas de la Shell.
Procuro
adivinar los movimientos que Baquero realizará. Pero él no se mueve, está
estático detrás del muro.
El
cielo de la carretera tiene el color azulado que se ve únicamente en las
películas. Imagino a una bella mujer
corriendo tras un Ford de principios de siglo, siguiendo las luces que
desaparecen en medio de la neblina. Ella cae en un charco enorme y empieza a
sufrir por aquello que se aleja en el automóvil: Un hombre, un hijo, una vida.
Entonces la noche azul se vuelve toda negra y la negrura también absorbe a la
hermosa mujer que llora desconsolada, mientras intenta levantarse del charco.
La negrura es total y las letras empiezan a emerger anunciando la conclusión de
toda la historia. Y tan fácil como aquello, las cosas se acaban.
Espero
sentado en la camioneta que el final esté próximo. Que mi historia se acabe de
una vez por todas. Pero nada ocurre.
Son
las diez, por fin Baquero se decide a saltar el muro, tiene buenos reflejos y se
mueve velozmente. Puedo ver su Bareta automática
balanceándose en la mano derecha.
Atraviesa
la puerta de vidrio de forma violenta.
Clavo
mi vista en el horizonte, en la convergencia de los ramajes, en el punto más
lejano de mi futuro. Y espero.
Logro
escuchar tres disparos que enturbian el silencio nocturno. Uno tras de otro. Explosiones
secas, escupo el cigarrillo a la calle.
No
quiero saber lo que está ocurriendo adentro del Auto Store de la Shell. No me
importa lo que acontece ahí. Enciendo el auto y me voy, logro escuchar un
último disparo que se extiende por sobre la distancia. Pero no tengo intención
alguna de regresar.
Cuando
paso junto al par de árboles abrazados por sus ramas siento que el futuro termina
exactamente en ese punto. Hay mucha claridad en ese pensamiento. Tengo ganas de tomarme
una Coca-Cola o algo, mi garganta está completamente seca, pero no quiero detenerme.
Acelero y me aventuro por una carretera que desconozco,
instantes después imagino a Baquero y Ana atravesando de la mano la noche
helada; luciendo solitarios y desamparados. Una ola de calor asciende por mi
vientre y me quema las entrañas. Detengo el coche, siento un asco descomunal, siento miedo. Entonces saco la ampolleta de ditimil
y una jeringa que está al fondo de la guantera, me clavo la aguja en el brazo con violencia, y observo con atención el émbolo de la jeringa cuando descarga suavemente el
líquido a través de mi torrente sanguíneo. La pantalla va a
negro, mi respiración se vuelve pesada y débil. Imagino que los créditos aparecen, son de un blanco marfil que contrasta de manera bella con el negro azulado del universo.
Alexis Zaldumbide Manosalvas
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