domingo, 29 de agosto de 2010

El Fondo del Cielo Rodrigo Fresán

Portada El fondo del Cielo (Modadori 2009)

Lejos del final de los finales
El futuro no existe, hemos llegado a sus linderos para comprobar que no fueron ciertas las promesas que nos hicieron nuestros padres y nuestros abuelos de que lograríamos ver colonias espaciales y galaxias desnudas, dispuestas a develarnos sus secretos, mundos exuberantes de colores platinados y seres alados o de apariencia hidrocéfala que nos tenderían la mano y nos mostrarían el polvo de los soles y de las nebulosas de las que estamos hechos. 
Los conjuros acerca de viajes en el tiempo, los despliegues tecnológicos y la pirotecnia escandalosa de la conquista galáctica, no fue más que una memez , un idilio melancólico producto de la sobreexcitación de una especie amenazada por el temor a la extinción, al olvido perpetuo y al acoso de la soledad, no solamente de la soledad módica de los individuos,   hombres y mujeres que navegan cabizbajos sobre ésta enorme barcaza azul  llamada planeta tierra, sino además, temor a la aplastante soledad humana, que propició esa desesperada búsqueda de hermanos mayores que compartieran con nosotros el padecimiento de la inteligencia, pero ante todo, de  compañeros del despropósito y la sin razón cósmica.
Por eso, aquellos fulgurantes anhelos de otras épocas,  ahora, ante el espectáculo del fracaso y el agotamiento, lucen tibios, como los tristes vestigios de las ilusiones perdidas.
Aún así, a sabiendas de que no existe un porvenir y el futuro está extinto, que ha sido erradicado no solo como un tiempo verbal, sino como una posibilidad emocional, todavía pervive una oportunidad de sobrevivir al final de los finales, al cataclismo cósmico, que no es más que una sucesión de pequeños desastres, que van dando forma al desastre universal y definitivo; ese lugar de resguardo, el punto más distante del firmamento, el fondo del cielo que otrora era nuestra referencia de esperanza y fe, ahora, en estos momentos, es nuestra memoria. No sobreviviremos sin el recuerdo, no sobreviviremos si no es por la melancólica recuperación de nuestros días, no sobreviviremos de la destrucción de éste y de todos los mundos sin la recapitulación de nuestro pasado, una y otra vez, como un mensaje y una historia repetida en una transmisión incansable, que se escuchará hasta la llegada del vacío y del silencio definitivo. 
De eso trata El Fondo del Cielo (Mondadori 2009) la última novela de Rodrigo Fresán, un relato en clave de ciencia ficción que sin embargo, y como Fresán mismo lo aclara, no es una novela de ciencia ficción, es por el contrario una novela con ciencia ficción. Un artefacto futurista cuya principal vocación es centrar sus miras en el ayer, atesorar el recuerdo como si fuese la última cápsula de salvamento ante el desastre universal.
Isaac Goldman y Ezra Leventhal son los protagonistas del libro, dos primos judíos que crecieron en Nueva York hermanados por su devoción hacia la ciencia ficción y los viajes interestelares, pero más allá de sus gustos compartidos, están unidos por su naturaleza  pesarosa que los asemeja y los distingue de todo el conglomerado de adoradores de ciencia ficción y de los seres humanos en general.  Por eso,  fundan su propio grupo, su patria compartida a la que nombran Los Lejanos. Aparte de Isaac y Ezra la única persona que es admitida dentro de su reducto inexpugnable es Jefferson Franklyn Darlingskill, otro delirante consumidor de ciencia ficción que tan solo figura en aquella hermandad como una sombra, un convidado inútil acomodado por conveniencia cerca de sus vidas, y que alberga en su pecho un resentimiento monumental que debe ser aplacado a riesgo de consecuencias catastróficas.
                Es tal el entero fervor que Isaac y Ezra se profesan que incluso terminan enamorados de una misma mujer. Ella, que no tiene nombre, pues no lo necesita porque es la  belleza y la potencia que obliga a la memoria a perpetuarse y a esquivar el olvido a pesar del dolor, es el Tsunamí, –pensado en estos términos por Fresán– que arrasará las vidas de los primos Goldman y Leventhal. Es por ella que las acciones se movilizan, que los Lejanos se separan, que la vida da un vuelco, que los mundos empiezan a desaparecer, y que la destrucción y el final de los finales empieza.
                Ésta, por tanto, es una novela de amor con ciencia ficción, y de amor a la ciencia ficción, una novela en que las potencias emocionales y los universos afectivos no son leves o livianos, son atronadores y destructivos, porque los lazos no son fraudulentamente momentáneos como lo dicta el azar de nuestro tiempo, duran eones, no se quebrantan aún mediando la muerte, la lejanía o la intromisión de dimensiones alternas.
                Si bien El fondo del cielo tiene varias historias, personajes con súbitas transformaciones, mundos destruidos, extraterrestres que envían mensajes desde planetas llamados Urkh 24 (o Aquel-lugar-donde-se-dejan-oír las-melodías-más-desconsoladas), bellas mujeres sin nombre que tienen que renunciar a su amor por el destino de la tierra, no es la anécdota la que prima, ésta es una novela que privilegia el lenguaje, un lenguaje que engolosina, que adormece y que a veces distrae, que fluye con una envidiable belleza; Fresán trabaja su último libro como si se tratase de un ensayo personal, un monólogo memorioso que está traspasado por infinidad de pensamientos y reflexiones en torno a la naturaleza humana, y fundamentalmente al espacio delicado y desconocido que es la memoria, punto sobre el que el texto se asienta. Y a pesar de que sus anteriores libros (Mantra, Jardines de Kengsington, La velocidad de las cosas, etc, etc.) hacen gala de una prosa inextricable y deliciosa, es en El fondo del cielo que el recurso se desborda dejando incluso de lado la anécdota y la historia, abandonando a los personajes para envolverlos y envolvernos en esa fortaleza de su escritura, en esa maquinaria que pretende soltar cientos de pasajes,  de ideas y de tiempos, de golpe, para ser contemplados a la par, como si fuese posible una escritura cubista. Y aunque no consigue ese efecto, lo que si logra construir es un artefacto imperfecto pero entrañable, de una inexplicable calidez y de una menuda belleza que lo vuelve memorable, salvándolo así de la extirpación del futuro y del final de los finales.

martes, 3 de agosto de 2010

Un cuento



Robert Frank, Un triste poema. Fuente, elpais.com.

Fade out
Baquero se esconde detrás de un muro. Espía atentamente a la puerta de vidrio, pero también me busca de reojo. Aún no encuentra la confianza y el valor suficiente para entrar en el Auto Store. Yo procuro rehuir su mirada, no quiero predisponerlo al fracaso, siempre he tenido una actitud incompetente frente a las grandes empresas, un pesimismo muy simple y estúpido. Miro hacia delante, a lo lejos, donde se junta el ramaje de dos árboles encorvados, como si ese lugar fuese el destino más lejano al que puedo aspirar.
Abro la guantera para buscar un cigarrillo. Detrás de una franela encuentro una ampolleta de ditimil.
Ana se fue después de la última crisis que Baquero tuvo con la morfina. Recuerdo perfectamente la rabia en sus ojos cuando le dije que Juanma se estaba muriendo en  un hospital en las afueras de la ciudad, y aunque fue tonto hacerlo, no pude resistir  las ganas de besar sus secos labios con dulzura después de darle la noticia. Luego quise decir algunas cosas al respecto, pero ella ya no estaba, se había ido de casa y no había dejado ninguna de sus pertenencias. Barrió con todo.
Finalmente me decido a tomar un cigarrillo. Es Capri. Lo sostengo en los labios, pero no lo enciendo, estoy seguro que me provocara nauseas.
Ana llegó junto con Baquero, de ese tiempo solo recuerdo su acento extraño que luego se fue desvaneciendo como si aquello nunca le hubiese importado. Como si todo su pasado fuera prescindible.
Juanma era algo torpe y violento, incluso con ella. Por eso Ana me despertaba compasión, lástima tal vez, y no me importaba su presencia tímida en cada una de nuestras reuniones, aunque con el tiempo ese sentimiento se transformó en algo más fuerte, algo que yo no podía controlar.
Cuando la encontraron en el callejón, yo estaba fuera de la ciudad, nunca puede verla de nuevo. Baquero me describió su rostro hinchado y enrojecido, el aroma de la hemineurina por todo su cuerpo. Y esa imagen me acompañó por mucho. Aparecía en casi todos mis sueños. Ana se despidió muy lentamente. Y me dejó una sensación absoluta de desánimo y pesadumbre.       
El marroquí que atiende la gasolinera por fin se queda solo. Es diez menos cuarto. Una ligera penumbra con neblina está cernida por el piso. Solo el viento se agita, ni autos, ni animales, solo el viento flameando las banderas de la Shell.
Procuro adivinar los movimientos que Baquero realizará. Pero él no se mueve, está estático detrás del muro.
El cielo de la carretera tiene el color azulado que se ve únicamente en las películas.   Imagino a una bella mujer corriendo tras un Ford de principios de siglo, siguiendo las luces que desaparecen en medio de la neblina. Ella cae en un charco enorme y empieza a sufrir por aquello que se aleja en el automóvil: Un hombre, un hijo, una vida. Entonces la noche azul se vuelve toda negra y la negrura también absorbe a la hermosa mujer que llora desconsolada, mientras intenta levantarse del charco. La negrura es total y las letras empiezan a emerger anunciando la conclusión de toda la historia. Y tan fácil como aquello, las cosas se acaban.
Espero sentado en la camioneta que el final esté próximo. Que mi historia se acabe de una vez por todas. Pero nada ocurre.
Son las diez, por fin Baquero se decide a saltar el muro, tiene buenos reflejos y se mueve velozmente. Puedo ver  su Bareta automática balanceándose en la mano derecha.
Atraviesa la puerta de vidrio de forma violenta.  
Clavo mi vista en el horizonte, en la convergencia de los ramajes, en el punto más lejano de mi futuro. Y espero.
Logro escuchar tres disparos que enturbian el silencio nocturno. Uno tras de otro. Explosiones secas, escupo el cigarrillo a la calle.
No quiero saber lo que está ocurriendo adentro del Auto Store de la Shell. No me importa lo que acontece ahí. Enciendo el auto y me voy, logro escuchar un último disparo que se extiende por sobre la distancia. Pero no tengo intención alguna de regresar.
Cuando paso junto al par de árboles abrazados por sus ramas siento que el futuro termina exactamente en ese punto. Hay mucha claridad en ese pensamiento. Tengo ganas de tomarme una Coca-Cola o algo, mi garganta está completamente  seca, pero no quiero detenerme.
Acelero y me aventuro por una carretera que desconozco, instantes después imagino a Baquero y Ana atravesando de la mano la noche helada; luciendo solitarios y desamparados. Una ola de calor asciende por mi vientre y me quema las entrañas. Detengo el coche, siento un asco descomunal, siento miedo. Entonces saco la ampolleta de ditimil y una jeringa que está al fondo de la guantera, me clavo la aguja en el brazo con violencia, y observo con atención el émbolo de la jeringa cuando descarga suavemente el líquido a través de mi torrente sanguíneo. La pantalla va a negro,  mi respiración se vuelve pesada y débil. Imagino que los créditos aparecen, son de un blanco marfil que contrasta de manera bella con el negro azulado del universo.

Alexis Zaldumbide Manosalvas

sábado, 31 de julio de 2010

DECLARACIÓN DE PRINCIPIOS

La balsa de la medusa  Théodore Géricault (1818-1819)


Un blog no es más que una bitácora pública, un diario personal escrito en voz alta,  motivado por la locura de pensar que restan cosas importantes que decir o por el  miedo a ser avasallados en la avalancha de hombres y mujeres que pueblan la tierra y viajan por los mares y atraviesan con impudicia los cielos y cuya concurrencia amenaza con silenciarnos para siempre en  el olvido latente que es la masa.
Hay osadía y una tristeza sonsa en la escritura de un blog, porque en ese gesto de supuesta buena voluntad que significa ofrecer los rasgos de una vida, las lívidas pasiones o las ocurrencias del coleccionista memo, no hay otra cosa más que terror a la soledad que es cada día más exigente y abultada. Escribir un blog es por eso arrojar con desesperación  a un infinito océano de honduras inexplicables un mensaje, un recuerdo de nuestra voz, de nuestro diminuto aliento, una botella  que viajará a la deriva esperando que una mano la recoja. Escribir un blog es creer con manso optimismo que algún día un desconocido responderá a nuestro llamado. Aunque es inmensa la posibilidad de que la botella viaje por los confines del universo sin encontrar respuesta alguna. 

A eso apuesta un blog: a carecer de lectores, a carecer de importancia, a morir seco de ojos curiosos que deseen acercarse a las intimidades del relato privado.
A eso apuesta éste blog y el que lo escribe, al delirio del soliloquio, el eterno monólogo, a la indiferencia, apuesta a la soledad y a que el marcador de visitas no avance ni retroceda, a que la compulsión de exigir comentarios solo sea una necedad, un imperativo risible como el de un mendigo demente que hecha fustas contra el aire, contra su propia sombra.
Por tanto Pantragismo, como he bautizado a ésta precaria bitácora, es solo un capricho por hacer del discurso privado una chanza pública, es un intento por agenciar unos cuantos lectores para mis  necios párrafos, sin promesas de “historia real”, tampoco de confidencia íntima, y sin querer levantar polvareda con majaderías  que escandalicen o causen espanto, nada pretendidamente irreverente, ningún juego de efectos  para la distracción pública.
Creyendo con estupidez solipsista de que  mis palabras son merecedoras de atención pretendo escribir sobre las desaboridas pasiones personales, sobre lo leído, escuchado y visto, sobre el embeleso y el asco, sobre naderías y delirios compartidos, sobre compromisos futuros y proyectos fracasados. Empuñar la primera persona del singular y soltar toda la sopa de mi vida, esperando que con éste mezquino acto de vanidad e incompetencia pública encuentre disentimiento o concordia ajena, un otro que se apee a mis palabras con curiosidad aunque recele de mi persona y de lo que digo, aunque no tengamos más coincidencia que el irreductible campo de nuestro lenguaje común.
A los millones de blogs, de bitácoras, de recortes personales, de sesudos textos públicos, que conforman el vasto océano de la red, sumo el mío, a sabiendas que no es más que un intento desesperado por hacer reconocible mi presencia en medio de ese abominable relato coral en el que se ha convertido nuestra desbordada especie y de que siendo una plaga eficiente pero venida a menos, enferma por dentro y acusada por su propia regularidad y solvencia, por su intensa locura, escribir con tanta desfachatez y publicidad en espacios abiertos, es tan solo la demostración de que nos sentimos miserables siendo  la fracción más irrisoria y mezquina de ese demoledor todo que es la humanidad.
Aún así me aventuro en este delirio colectivo de  pésimo gusto. Muy tarde, a años luz de distancia del resto de bloggers, sin saber casi nada del oficio y sin esperar nada del mismo. Lo hago porque no soy diferente al resto de personas en el mundo, soy igual a cada uno de los billones de seres que pueblan éste planeta, por eso, como ellos, me cobijo en la idea de creer que puedo ser distinto y hacerme distinguir en la inconmensurable multitud.
E inauguro de una vez el recorrido, la botella que llamo Pantragismo, con oronda solemnidad la lanzo al mar y avanzo en esas olas y negruras profundas  en busca de ojos ajenos que se solacen con mis cicateros presupuestos.  
Explicado el punto no queda más que apurar el paso y dar pronto transito a la empresa trazada.

Hay que escribir.

AZM.