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Portada El fondo del Cielo (Modadori 2009) |
Lejos del final de los
finales
El futuro no existe, hemos llegado a sus linderos para comprobar que no
fueron ciertas las promesas que nos hicieron nuestros padres y nuestros abuelos
de que lograríamos ver colonias espaciales y galaxias desnudas, dispuestas a
develarnos sus secretos, mundos exuberantes de colores platinados y seres
alados o de apariencia hidrocéfala que nos tenderían la mano y nos mostrarían
el polvo de los soles y de las nebulosas de las que estamos hechos.
Los conjuros acerca de viajes en el
tiempo, los despliegues tecnológicos y la pirotecnia escandalosa de la
conquista galáctica, no fue más que una memez , un idilio melancólico producto
de la sobreexcitación de una especie amenazada por el temor a la extinción, al
olvido perpetuo y al acoso de la soledad, no solamente de la soledad módica de
los individuos, hombres y mujeres que navegan cabizbajos sobre
ésta enorme barcaza azul llamada planeta
tierra, sino además, temor a la aplastante soledad humana, que propició esa
desesperada búsqueda de hermanos mayores que compartieran con nosotros el
padecimiento de la inteligencia, pero ante todo, de compañeros del despropósito y la sin razón
cósmica.
Por eso, aquellos fulgurantes anhelos de otras épocas, ahora, ante el espectáculo del fracaso y el
agotamiento, lucen tibios, como los tristes vestigios de las ilusiones perdidas.
Aún así, a sabiendas de que no existe un porvenir y el futuro está extinto,
que ha sido erradicado no solo como un tiempo verbal, sino como una posibilidad
emocional, todavía pervive una oportunidad de sobrevivir al final de los
finales, al cataclismo cósmico, que no es más que una sucesión de pequeños
desastres, que van dando forma al desastre universal y definitivo; ese lugar de
resguardo, el punto más distante del firmamento, el fondo del cielo que otrora
era nuestra referencia de esperanza y fe, ahora, en estos momentos, es nuestra
memoria. No sobreviviremos sin el recuerdo, no sobreviviremos si no es por la
melancólica recuperación de nuestros días, no sobreviviremos de la destrucción
de éste y de todos los mundos sin la recapitulación de nuestro pasado, una y
otra vez, como un mensaje y una historia repetida en una transmisión
incansable, que se escuchará hasta la llegada del vacío y del silencio
definitivo.
De eso trata El Fondo del Cielo (Mondadori 2009) la última novela de
Rodrigo Fresán, un relato en clave de ciencia ficción que sin embargo, y como
Fresán mismo lo aclara, no es una novela de ciencia ficción, es por el
contrario una novela con ciencia ficción. Un artefacto futurista cuya principal
vocación es centrar sus miras en el ayer, atesorar el recuerdo como si fuese la
última cápsula de salvamento ante el desastre universal.
Isaac Goldman y Ezra Leventhal son
los protagonistas del libro, dos primos judíos que crecieron en Nueva York
hermanados por su devoción hacia la ciencia ficción y los viajes
interestelares, pero más allá de sus gustos compartidos, están unidos por su
naturaleza pesarosa que los asemeja y los
distingue de todo el conglomerado de adoradores de ciencia ficción y de los
seres humanos en general. Por eso, fundan su propio grupo, su patria compartida a
la que nombran Los Lejanos. Aparte de Isaac y Ezra la única persona que es admitida
dentro de su reducto inexpugnable es Jefferson Franklyn Darlingskill, otro
delirante consumidor de ciencia ficción que tan solo figura en aquella
hermandad como una sombra, un convidado inútil acomodado por conveniencia cerca
de sus vidas, y que alberga en su pecho un resentimiento monumental que debe
ser aplacado a riesgo de consecuencias catastróficas.
Es
tal el entero fervor que Isaac y Ezra se profesan que incluso terminan
enamorados de una misma mujer. Ella, que no tiene nombre, pues no lo necesita
porque es la belleza y la potencia que
obliga a la memoria a perpetuarse y a esquivar el olvido a pesar del dolor, es
el Tsunamí, –pensado en estos términos por Fresán– que arrasará las vidas de
los primos Goldman y Leventhal. Es por ella que las acciones se movilizan, que
los Lejanos se separan, que la vida da un vuelco, que los mundos empiezan a
desaparecer, y que la destrucción y el final de los finales empieza.
Ésta,
por tanto, es una novela de amor con ciencia ficción, y de amor a la ciencia ficción,
una novela en que las potencias emocionales y los universos afectivos no son
leves o livianos, son atronadores y destructivos, porque los lazos no son
fraudulentamente momentáneos como lo dicta el azar de nuestro tiempo, duran
eones, no se quebrantan aún mediando la muerte, la lejanía o la intromisión de
dimensiones alternas.
Si
bien El fondo del cielo tiene varias
historias, personajes con súbitas transformaciones, mundos destruidos,
extraterrestres que envían mensajes desde planetas llamados Urkh 24 (o
Aquel-lugar-donde-se-dejan-oír las-melodías-más-desconsoladas), bellas mujeres
sin nombre que tienen que renunciar a su amor por el destino de la tierra, no
es la anécdota la que prima, ésta es una novela que privilegia el lenguaje, un
lenguaje que engolosina, que adormece y que a veces distrae, que fluye con una
envidiable belleza; Fresán trabaja su último libro como si se tratase de un ensayo
personal, un monólogo memorioso que está traspasado por infinidad de
pensamientos y reflexiones en torno a la naturaleza humana, y fundamentalmente
al espacio delicado y desconocido que es la memoria, punto sobre el que el
texto se asienta. Y a pesar de que sus anteriores libros (Mantra, Jardines de
Kengsington, La velocidad de las cosas, etc, etc.) hacen gala de una prosa
inextricable y deliciosa, es en El fondo del cielo que el recurso se desborda
dejando incluso de lado la anécdota y la historia, abandonando a los personajes
para envolverlos y envolvernos en esa fortaleza de su escritura, en esa
maquinaria que pretende soltar cientos de pasajes, de ideas y de tiempos, de golpe, para ser
contemplados a la par, como si fuese posible una escritura cubista. Y aunque no
consigue ese efecto, lo que si logra construir es un artefacto imperfecto pero
entrañable, de una inexplicable calidez y de una menuda belleza que lo vuelve
memorable, salvándolo así de la extirpación del futuro y del final de los
finales.
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